Viaje a la tierra de la realidad: El itinerario espiritual de Ibn Arabi (I)
VIAJE A LA TIERRA DE LA REALIDAD: EL ITINERARIO ESPIRITUAL DE IBN ‘ARABĪ (I)
Los calificativos elogiosos que diferentes autores han dedicado a la figura del andalusí Ibn ʿArabī —también conocido como el Šayj al-Akbar o Maestro Incomparable— nos permiten hacernos una idea aproximada de la
envergadura intelectual y espiritual de tan insigne personaje. Mar sin límites, montaña cuya cima se pierde en las nubes, uno de los mayores teósofos y visionarios de todos los tiempos, son, por ejemplo, algunas de las definiciones que le dedica Henry Corbin, autor de La imaginación creadora, uno de los estudios más importantes publicados en relación con el gran maestro andalusí. Pero, como ha señalado también William Chittick, otro destacado especialista en la materia, dado que la mayoría de los trabajos de Ibn ʿArabī siguen sin ser estudiados, editados o publicados, todos los eruditos que se han dedicado a explicar su pensamiento han señalado la naturaleza tentativa de sus esfuerzos. Lo que significa que queda mucho por descubrir y casi todo por decir.
En su magnífico libro El esplendor de los frutos del viaje, el gran Šayj nos habla de las múltiples facetas del viaje, de sus diferentes significados en el marco de la tradición islámica y de cómo todos los seres, en el reino de la creación, se hallan inmersos en un periplo sin fin. Cuando uno cree haber llegado a su destino —nos advierte en dicho texto—, siempre descubre, más allá, un nuevo horizonte que alcanzar. El viaje carece de punto final, y todas sus paradas son provisionales.
Ibn ʿArabī cumplimentó todos los viajes recomendados por la tradición. Peregrinó hacia Dios, siguiendo el mensaje coránico, por tierra y por mar («Él es quien os hace viajar por tierra y por mar», Corán 17:70), tanto en la dimensión exterior como en la interior, tanto a través de la experiencia espiritual directa como del conocimiento filosófico. Recorrió, infatigable, diversas tierras, siempre tratando de aprehender los signos divinos esparcidos por doquier. Visitó, aunque sin afiliarse a ninguno de ellos y pese a que desde su juventud él ya podía ser considerado un maestro, a todo tipo de preceptores y santones de los que no faltaban en su tierra natal andalusí. Pero quizá mucho más importante que todo lo anterior es que llevó a cabo, como el mismo Profeta y otros señalados sabios sufíes, el Viaje Nocturno y la Ascensión, el recorrido vertical más distante —a la par que más íntimo— al que puede aspirar un ser humano y que le conduce más allá de todas las esferas y planos de la realidad hasta la misma Fuente de la existencia, retornando luego para legar a sus congéneres, así como a las generaciones futuras, su inestimable testimonio en forma de enseñanza oral y de una copiosa obra escrita.
Así pues, la biografía del gran maestro andalusí puede ser percibida como una travesía permanente conformada por diferentes estaciones vitales en las que se solapan el recorrido geográfico exterior y el periplo espiritual interior. A grandes rasgos, es posible subdividir dicha biografía en dos mitades perfectamente diferenciadas, marcadas cronológicamente por la mediana edad, ya que arriba, a los 36 años, cumpliendo el sagrado ritual del haŷŷ —o Gran Peregrinación— a la ciudad santa de La Meca, el centro religioso del mundo islámico, para ver validado en el curso de distintas y arrebatadoras experiencias visionarias su alta función espiritual como el llamado «sello de la santidad muḥammadí» (jatm al-wilāya al-muḥammadiyya), es decir, el individuo que, en una determinada época, atesora un mayor conocimiento de la realidad divina. Esta confirmación no es sino el acto final de una larga serie de profundas vivencias íntimas iniciadas en su más temprana adolescencia.
Si, como hemos apuntado, dedica la primera mitad de su existencia a visitar a todo tipo de maestros, recorriendo Al Ándalus y extensas zonas del Magreb, la segunda la consagra a viajar por buena parte de Oriente Medio (Egipto, Palestina, Arabia, Siria, Irak, Turquía), enseñando y escribiendo sin descanso y, en especial, redactando su monumental obra, las Futūḥāt al-makkiyya (Las iluminaciones de La Meca), síntesis del saber islámico y un precioso legado de inestimable valor intelectual y devocional para las generaciones futuras, ya que contiene las palabras de sabiduría de alguien que proclama ser, no sin motivos aparentes de peso, la última persona en recibir íntegramente todas las ciencias y carismas del profeta Muḥammad. Trataremos de determinar, en las páginas siguientes, el grado de veracidad de esa declaración solemne.
Ibn ʿArabī emprende el gran viaje de la existencia el 28 de julio de 1165 (correspondiente al 17 de ramadán del año 560), en Murcia, desplazándose junto a su familia a Sevilla a la edad de 7 años, una vez que la capital murciana cae bajo el poder almohade. Al parecer, no acudió a escuela coránica alguna, sino que recibió una educación privada acorde con su elevado rango social. Aprendió el Corán con un vecino suyo, un «hombre de la Vía» —escribe— llamado Abū Abdallāh al-Jayyāṭ, al cual profesará siempre un profundo respeto, así como al hermano de este, Aḥmad al-Ḥarīrī, con quienes se reencontrará en Egipto muchos años después. También se trabó relación, durante su infancia, con el sufí Abū ʿAlī aš-Šakkāz, a quien dedica algunos comentarios en La epístola de la santidad (Rūḥ al-Quds). Por lo demás, su infancia y pubertad discurren sin preocupaciones y entregadas a actividades propias de su clase social, como fiestas, justas poéticas y partidas de caza.
Existe un testimonio que arroja algo de luz sobre la relación que mantenía el padre con los gobernantes almohades. Su autor, un historiador llamado Ibn al-Šaʾār (m. 1256), se entrevistó con Ibn ʿArabī en la ciudad siria de Alepo, en el año 1237, y al preguntarle acerca de su infancia y juventud, este le respondió que pertenecía a una familia de «militares» que estaba al servicio de la clase gobernante del país.1 Ese dato concuerda con la mención recogida en uno de sus poemas de que, desde muy temprana edad, estuvo «acostumbrado a cabalgar, afilar espadas y maniobrar en campamentos militares».2
La temprana iluminación del Šayj al-Akbar
El primer hito conocido de su recorrido espiritual tiene lugar cuando, movido por una llamada interior impostergable, se aparta provisionalmente del mundo para consagrarse a la práctica espiritual, una experiencia denominada de «retorno» (ruŷūʾ) a Dios. Ignoramos las razones estrictas que le llevaron a adoptar tan drástica decisión y tampoco sabemos con exactitud, de entre los varios retiros que barajan los especialistas, cuál fue el que marcó la conversión definitiva del gran Šayj a la vida religiosa y el momento de inflexión en su biografía. Seguiremos, para tratar de desentrañar este particular, las valiosas indicaciones que nos brinda en su no menos valioso estudio biográfico la eminente especialista francesa Claude Addas. Lo que sí que sabemos es que durante ese primer retiro alcanza, sin ser buscada, algún tipo de experiencia iluminativa o de apertura (fatḥ) espiritual.
La mayor parte de los relatos de que disponemos concernientes a esta temprana y decisiva experiencia proceden de algunos discípulos suyos, quienes fueron, de generación en generación, transmitiéndose oralmente la información, y también de algunos admiradores incondicionales, como el historiador al-Qāri al-Bagdādī (m. 1418), que nos asegura que Ibn ʿArabī abandonó una existencia vana y superficial, llena de lujos y distracciones, cuando en plena diversión nocturna, escuchó de súbito una misteriosa voz que le espetó: «¡Muḥammad no es para esto para lo que te he creado!». Pero esta referencia, aparte de carecer de cualquier base historiográfica sólida, más parece motivada por el fervor del transmisor de la anécdota que por la precisión en el relato de los hechos, respondiendo a una visión estereotipada de la conversión religiosa repentina, que también aflora en otras crónicas de la época, como las conversiones súbitas de san Francisco de Asís o Ramón Llull, por ejemplo. Sea como fuere, de acuerdo a la versión de este admirado historiador, el joven Ibn ʿArabī llevó a cabo en una tumba abandonada de un cementerio sevillano un retiro de cuatro días de duración.3
El siguiente testimonio, también recogido por Claude Addas, y que, según comenta, le inspira mayor confianza que el anterior, procede de un discípulo directo del gran Šayj, llamado Ismāʾīl Ibn Sawdakīn (m. 1248), el cual consigna, en un breve opúsculo en el que recopila consejos de su maestro, que este en persona le comunicó lo siguiente:
«Entré en retiro antes de la aurora y recibí la iluminación antes de que el sol se elevara en el horizonte. […] Permanecí en ese lugar catorce meses y así obtuve los secretos sobre los cuales he escrito posteriormente. Mi fatḥ fue un arrobamiento extático en ese mismo momento».4
La estudiosa francesa se pregunta si ambas referencias aluden al mismo retiro. Dada la imposibilidad de dilucidar por el momento esta cuestión, solo se nos ocurre que quizá un retiro de catorce meses de duración pudiera ser excesivo para un adolescente (en ese momento se supone que Ibn ʿArabī no debía tener más de quince o dieciséis años) que nunca antes se había dedicado a la práctica intensiva de la vida religiosa. Pero, tratándose de un personaje de la magnitud intelectual y la intensidad vital del Šayj al-Akbar, cualquier cosa es posible.
Por último, Claude Addas aporta un tercer testimonio, procedente de Muʾayyad ad-Dīn Ŷandī (m. 1300), a quien la erudita francesa también concede plena credibilidad, recibido de boca del propio maestro de este, Ṡadr ad-Dīn Qūnawī (m. 1274), hijo adoptivo y principal discípulo del gran Šayj, que dice así:
«Él se retiró del mundo al principio de su vocación, en Sevilla, en Al Ándalus, durante nueve meses, durante los cuales no rompió su ayuno. Entró en retiro a principios del mes de muḥarram (el primer mes del calendario lunar musulmán) y se vio obligado a salir el día de la Ruptura del Ayuno».5
Y vuelve a cuestionarse Claude Addas si esos tres testimonios —de los cuales el único directo pertenece a Ibn Sawdakīn— se refieren al mismo retiro. Pero, seguidamente, nos aclara la especialista francesa que este tercer retiro, mencionado por Ŷandī, tuvo lugar en el año 1180 (586 de la Hégira) y, por tanto, mucho tiempo después de su temprana iluminación y retorno a Dios. La autora francesa se inclina a pensar que los otros dos testimonios pueden referirse a un mismo retiro, aunque difieran en la duración del mismo: el primero de cuatro días, y el segundo de catorce meses. Lo que más interesa resaltar, en cualquier caso, es el carácter imprevisto y arrebatador de la iluminación del joven andalusí, el cual carecía de cualquier preparación formal previa, precisando que, a partir de entonces y sobre todo en la primera mitad de su vida, fue muy dado a apartarse del mundo en remotos parajes de Al Ándalus y el norte de África.
El mismo Ibn ʿArabī, pese a la prodigalidad de detalles autobiográficos que evidencia en algunos pasajes de sus escritos, tampoco es demasiado prolijo a la hora de exponer la duración y el lugar en el que se desarrolló ese primer e importante retiro en el que experimentó de un modo espontáneo y no buscado una profundísima apertura espiritual. Lo único cierto, según lo referido por el gran Šayj en su importante colección de poemas, Dīwān al-Maʾārif (Recopilación de conocimientos divinos, también conocido como Dīwān al-Akbar), en donde evoca algunos episodios de su juventud, es que fue una visión onírica (mubaššira), experimentada muy posiblemente durante este misterioso retiro, la que le hizo volver a la religión.6 Como señala lacónicamente el maestro andalusí: «Es a consecuencia de una visión que yo retorné a Dios».7
Este sueño visionario es el primer indicio de la alta misión a la que el joven se vería destinado. En él aparecen, ni más ni menos, los tres principales mensajeros del monoteísmo —Moisés, Jesús y Muḥammad—, evidenciando la predilección akbarí por la universalidad de su mensaje religioso y haciéndose eco de lo recogido en varias aleyas coránicas, que admonizan a los creyentes a considerar como un único mensaje las enseñanzas de todos los profetas. En dicha visión, Jesús le recomienda que se desprenda de todas sus pertenencias materiales. Moisés le entrega un disco solar y le vaticina la obtención del conocimiento transcendental (al-ʿilm al-lanndunī), la misma ciencia que recibiese ese extraño y fugaz compañero de Moisés llamado al-Jaḍir. Por último, Muḥammad le recomienda que, si quiere mantenerse a salvo, se aferre a él y siga sus pasos. Entonces, según relata Ibn ʿArabī, se despertó anegado en lágrimas, pasando el resto de la noche recitando el Corán y tomando la decisión de consagrarse por entero a la práctica religiosa.
El maestro andalusí insiste en varios de sus escritos en que, antes de aceptar el magisterio de ningún preceptor humano, fue Jesús (ʿĪsà) su primer maestro. La relación invisible con Jesús marcará de este modo buena parte de su trayectoria vital. A la vista de ello, y aparte de otras consideraciones, más parece Jesús el maestro de quienes carecen de maestro —por lo menos en el caso de Ibn ʿArabī— que la escurridiza figura de al-Jaḍir, al que Henry Corbin insiste repetidamente en atribuir dicho papel. No en vano el primer encuentro con al-Jaḍir, acaecido en Sevilla, tiene lugar cuando Ibn ʿArabī ya cuenta con un preceptor humano, llamado Abū-l-ʿAbbās al-ʿUryanī.
El gran Šayj recoge algunos detalles de su peculiar relación con Jesús y la especial importancia que tuvo este en su predileccón por la vida espiritual:
«Es entre sus manos como me convertí; rezó por mí para que yo persistiera en la religión en este mundo y en el otro, y me llamó su amado. Me ordenó practicar la renuncia, la ascesis y el desprendimiento».8
Y, en otro pasaje, abunda en esta peculiar vinculación discipular, señalando que Jesús fue su primer maestro, aquel ante quien regresó a Dios; quien le mostró una inmensa benevolencia y no lo descuidó ni un instante.9 De Jesús aprendió, entre otras cosas, la renuncia radical a toda posesión material. Es este desprendimiento el que lleva al joven a renunciar a todas sus pertenencias y entregárselas a su padre. También podemos vislumbrar en esta relación con Jesús, quien según nuestro autor es el sello de la santidad general, otro indicador de la especial misión religiosa que asumiría en el futuro, siendo Ibn ʿArabī, en tanto que heredero de Muḥammad y el sello de la santidad muḥammadí.
Poco después de esa primera e intensa experiencia de apertura e iluminación, su padre, preocupado tal vez por la magnitud de los acontecimientos en la hasta entonces prometedora carrera mundana de su primogénito, destinado como estaba a convertirse en un alto dignatario de la corte almohade, le lleva a entrevistarse con el célebre Averroes, quien no solo era un reputado jurista y filósofo, sino también médico. Estos acontecimientos tienen lugar, siempre según las vagas indicaciones que nos brinda Ibn ʿArabī, en una fecha en la que «era un muchacho (ṣabī) sin vello en la barba, ni siquiera en el bigote».11
A pesar de que en las ramas paterna y materna de la familia no faltaban los antecedentes de personajes dedicados a la vida ascética, parece bastante lógico que los padres de Ibn ʿArabī se mostrasen alarmados, durante la primera adolescencia de este, por su futura situación social, así como por su salud física y mental. La posibilidad de que la visita al famoso intérprete de Aristóteles tuviese que ver, en buena medida, con el desempeño de este como médico no resulta tan descabellada, pues no son pocas las ocasiones en que en sus escritos el Šayj nos transmite que sus padres se mostraron bastante intranquilos por el giro radical que había dado la vida de su único hijo varón. Recordemos que, poco antes de la visita a Averroes, el hijo se retira supuestamente a un cementerio abandonado de las afueras de Sevilla para tratar de entablar comunicación directa con la realidad última y también entrega, poco después, todas sus pertenencias materiales a su padre. Esta preocupación familiar se plasma, como señalamos, en algunos escritos de Ibn ʿArabī como cuando en una visita de su madre a la anciana maestra Fāṭima de Córdoba, esta le aconseja que no contraríe a su hijo; o cuando el padre, ya en su lecho de muerte, confiesa que alcanzaba a comprender, en ese momento, muchas de las cosas que antes le contaba su hijo pero que no estaba preparado para aceptar. El desarrollo profundo de la vida espiritual, ni siquiera en el caso de un genio innato como el de Ibn ʿArabī, no se haya exento de dificultades y tensiones.
La cuestión del supuesto desarreglo mental no es menor, puesto que vuelve a aflorar de manera periódica en algunos especialistas. Recientemente, el historiador González Ferrín nos brinda, en su obra Historia general de Al Ándalus, un breve semblante del maestro andalusí en el que destaca su supuesta epilepsia. De él señala también este historiador, refiriéndose a las circunstancias históricas en las que vivió, en las que el islam peninsular había entrado en franca decadencia política y militar, que era un
«fronterizo entre dos mundos, víctima de alucinaciones provocadas por una enfermedad […]. Es evidente que al creyente no le gusta la comparación entre el éxtasis místico y la epilepsia —pongamos por caso— y por la misma razón no entraremos en las justificaciones psicológicas de su pensamiento, pero los escritos místicos de Ibn Arabi no necesitan de aparataje psico-somático para ser universalmente comprensibles».12
Concedido al menos el beneficio de la comprensión universal a las enseñanzas akbaríes, la tesis de la epilepsia viene avalada por los comentarios iniciales de Miguel Asín Palacios, quien a su vez los toma prestados del historiador damasceno Ibn al-Dahabī (m. 1348), un personaje poco afín al gran maestro andalusí, siendo la interpretación más socorrida acerca de las inmensas dotes visionarias del gran Šayj. Es de sobra conocida, siendo muy estudiada, la capacidad creativa de la epilepsia, una enfermedad tradicionalmente considerada sagrada. Sin embargo, no parece adecuado basar el complejo pensamiento de Ibn ʿArabī en una dolencia, por más que tenga un carácter sacro. La obra del maestro andalusí no es fruto de un delirio más o menos incoherente, sino que se basa íntegramente en el Corán; es, en su conjunto, un comentario explicativo al texto sagrado cuya profundidad, complejidad y lucidez no parecen consecuencia de uno o muchos delirios. Él mismo nos advierte, en El divino gobierno del reino humano (Kitāb al-tadbīrat al-ilāhiyya),13 que algunos de los síntomas que acompañan a la epilepsia pueden ser confundidos con determinadas experiencias espirituales.
Tal vez desde un punto de vista científico-materialista la epilepsia, o cualquier otro desarreglo fronterizo del psiquismo, sea la única explicación posible para las prodigiosas vivencias, más allá del escrutinio de la razón, de cualquier persona que, como Ibn ʿArabī, se atreva a hollar el resbaladizo terreno de lo sobrenatural o, por utilizar un término más contemporáneo, de lo transpersonal y más allá. No cabe patologizar los estados místicos como si la enfermedad mental fuese la conclusión definitiva psicológicamente plausible de los mismos. En cualquier caso, el diagnóstico final de Averroes —que, recordémoslo, también era el médico personal del califa almohade Abū Yaʾqūb Yūsuf— fue claramente positivo, pues, tras recibir la visita del joven, se congratuló de haberle conocido, dando gracias a Dios por vivir en una época que le permitía ser testigo directo de una persona que «había entrado ignorante en el retiro espiritual, para salir de él como había salido, sin el auxilio de enseñanza alguna, sin estudio, sin lectura, sin aprendizaje de ninguna especie».14
A la difusa fecha de su experiencia iluminativa sucede un periodo borroso en su biografía, ya que el Šayj nos asegura que no ingresó formalmente en el sufismo, ni empezó a frecuentar a los maestros de la Vía, hasta el año 1184. Eso supone que, desde su precoz iluminación, hasta que asume formalmente el magisterio de un preceptor humano transcurre un intervalo aproximado de cuatro años. Es esta una etapa de enfriamiento espiritual, comparable al periodo de silencio divino que discurre entre la aparición de dos profetas consecutivos, una etapa de acedía y desamparo (fatra) en el que el místico se ve abandonado por su Señor.
Pero veamos, en versión de Miguel Asín Palacios, lo que Ibn ʿArabī tiene que decirnos a este respecto:
«Cuando Dios nos llamó hacia Él, dimos oído a su vocación durante algún tiempo; pero luego nos sobrevino la tibieza, esa tibieza que es bien sabido para las gentes de Dios que asalta en el camino de la virtud a todos los que empiezan a recorrerlo. A ese estado de tibieza sigue después, o bien un retorno al estado primitivo de devoción y fervor —y esto les sucede a las almas que son objeto de una especial providencia divina— o bien una persistencia continuada en dicha tibieza, de la que ya jamás el alma se libra. Pues bien, cuando nos asaltó aquella tibieza primera y de nuestro espíritu se apoderó, vimos en un momento de crisis a Dios que nos leía estos versos del Alcorán (7:57): «Él es quien envía los vientos, heraldos precursores de su misericordia, que transportan las nubes cargadas de lluvia, y las empuja hacia la tierra muerta de sed, para hacer caer sobre ella el agua». Y añadió luego: «Y en la buena tierra germinan las plantas, con licencia de su Señor». Entonces, conociendo que a mí mismo se refería este versículo, me dije: «Alude, sin duda, con estas palabras que me ha leído, a la primera gracia con que Dios me guio por mano de Jesús, Moisés y Mahoma, puesto que nuestro retorno a este camino de la perfección fue debido a la buena nueva que nos envió Dios por ministerio de Jesús, Moisés y Mahoma, heraldos precursores de su misericordia, esto es, de su singular providencia para con nosotros, a fin de que transportando las nubes cargadas de lluvia, que significa las gracias reiteradas, las empujasen hacia la tierra muerta, que soy yo, e hicieran caer sobre ella el agua y producir toda clase de frutos…».15
Nos desvela, por su parte, de nuevo Claude Addas que, tras este periodo de desamparo, el incidente definitivo que decanta la balanza vital de Ibn ʿArabī del lado de la espiritualidad tiene lugar, en la ciudad de Córdoba, en junio del año 1184, cuando acompaña al hijo del califa a rezar a la gran mezquita y, al ver a un dignatario de su elevada categoría inclinarse y postrarse con humildad mientras efectuaba la oración preceptiva, concluye que «este bajo mundo no vale nada», abandonándolo ese mismo día y consagrándose a partir de entonces a la Vía del sufismo.16 Llama la atención, no obstante, que alguien que había, según se deduce de los comentarios anteriores, renunciado a todas sus posesiones materiales y era, de un modo visionario, discípulo de Jesús, pudiera sentirse impresionado por la aparente humildad y el celo devocional evidenciado por uno de los hijos del califa. Pero eso es, ni más ni menos, lo que sostiene el gran Šayj en sus escritos.
Visitas a los servidores de Dios
Es a partir del año 1184 cuando Ibn ʿArabī empieza a trabar relación con diversos preceptores humanos. El periodo de visitas a maestros y adeptos de la Vía se conoce en el marco del sufismo como siyāha, una actividad que le insumiría casi toda la década siguiente. Este es también el primer e ineludible paso del viaje postrero de quienes, siguiendo el precepto coránico que dice: «Huid hacia Dios» (51:50), se transforman en peregrinos en marcha constante y consciente hacia Él, un recorrido que deben efectuar en completa desnudez y desapegándose de sus posesiones materiales y de todos sus puntos de referencia intelectuales, la misma actitud —recordémoslo de nuevo— preconizada por Jesús a su joven discípulo andalusí.
A pesar de sus vastas aptitudes espirituales, y también en contraste con su exquisita formación intelectual, el primer maestro humano de Ibn ʿArabī, fue un campesino analfabeto —o, mejor dicho, iletrado (ummī), pues el olvido de toda adquisición teórica es un requisito indispensable para el encuentro sin velos con lo Real— llamado Abū-l-ʿAbbās al-ʿUryanī y natural de la región, hoy portuguesa, del Algarve. Al-ʿUryanī quizá sea —señala Claude Addas—, después de Abū Madyan, el maestro más citado en Las iluminaciones de La Meca.17 Además de hallarse a los pies de Jesús, y tal vez por ese motivo, de él nos cuenta Ibn ʿArabī que estaba instalado en la morada de la absoluta servidumbre (ʿubūdiyya), el estado del que, despojado de sus falsas señas de identidad, retorna a su condición original de no-ser, reintegrando en su fuente primigenia cualquier pretensión de poder y existencia independiente. «Sé un servidor puro»,18 le recomienda una y otra vez este maestro.
Otro importante personaje con el que también entabla relación en la época de la siyāha es Abū Yaʾqūb Yūsuf al-Kūmī, al que conoció en el año 1190. Fue al parecer este šayj el que le introdujo a las enseñanzas y la figura de Abū Madyan, del cual era discípulo. Confiesa Ibn ʿArabī que, debido al temor reverencial que le suscitaba, a veces temblaba en su presencia y se sentía casi incapaz de pronunciar palabra. Sin embargo, también precisa que fue tanto su discípulo como, en cierto modo, su maestro:
«Es el único de mis maestros que me inculcó la disciplina iniciática (riyāḍa); me asistió en la disciplina iniciática y yo lo asistí en los estados extáticos (mawāŷīd). Era, para mí, a la vez un maestro y un discípulo, y yo era lo mismo para él. La gente se asombraba y nadie conocía la razón. Eso sucedía en el año 586; el fatḥ, en efecto, había precedido en mí a la riyāḍa».19
La última frase de la cita nos transmite inequívocamente la idea de que en Ibn ʿArabī la iluminación fue anterior a la disciplina, y el logro de la meta antes que el camino que conduce a ella. Por mediación de este maestro empieza, según comenta también, a leer libros de literatura sufí, de los cuales desconocía hasta su misma existencia. El primer libro que le transmitió al-Kūmī, con todo el ceremonial que merecía la ocasión, fue la célebre Epístola sobre el sufismo (Ar-Risāla al-Qušayriyya), del místico nacido en Jorasán (Persia) Abū-l-Qāsim al-Qušayrī (m. 1072). El Šayj al-Akbar relata de qué forma tan reverente recibió el texto de manos de su maestro:
«Yo no había visto jamás todavía la Risāla de al-Qušayrī, ni ningún tratado de mística de otros autores; ni siquiera sabía que autor alguno hubiese escrito obras sobre esta materia; es más, ni aun conocía que sentido pudiese tener la palabra ṣūfismo. Pues bien, montó cierto día a caballo mi maestro, mandándome a mí y otro de mis condiscípulos que saliésemos hacia Monteber, que es un elevado monte a una parasanga de Sevilla. Salí yo, pues, con mi compañero, a la hora de abrirse la puerta de la ciudad. Mi condiscípulo llevaba en la mano la Risāla de al-Qušayrī […]. Subimos al monte y nos encontramos con que ya el maestro, con su criado, se nos había adelantado. Detuvo su caballo y entramos en una mezquita que hay en lo más alto del monte. Hicimos la oración, y luego, de espaldas a la alquibla, entregome el maestro la Risāla, diciéndome: «Lee». Yo, por la turbación, no podía ni enlazar una palabra con la siguiente, y el libro acabó por caérseme de la mano. Dijo entonces el maestro a mi compañero: «Lee tú». Mi condiscípulo tomó el libro y leyó. El maestro explicaba lo que iba diciendo. Y no cesó de explicar hasta que hicimos la oración de la media tarde».20
En una nota a pie de página, Asín Palacios admite que no ha podido establecer la localización fidedigna del Monteber. Por su parte, el estudioso Stephen Hirtenstein lo sitúa cerca de las localidades sevillanas de Camas y Santiponce. El único sitio que responde a esa ubicación es el llamado, en la actualidad, monte de Santa Brígida, a las afueras de Camas. Encontramos otra referencia a esta misma montaña en la reseña biográfica sobre el santo ciego Abū Yaḥyā aṣ-Ṣinhāŷī, cuyo cadáver velaron Ibn ʿArabī y otros compañeros en la cima, siempre azotada por los vientos, de dicho monte, en el que lo enterraron. Ibn ʿArabī nos asegura, en el texto que lleva por título Kitāb al-Abdālilah (Libro de los servidores de Al-lāh), que la tierra de Al Ándalus alberga emplazamientos especiales en los que es posible entablar comunicación fluida con las dimensiones invisibles de la realidad.
El siguiente comentario nos esclarece que al-Kūmī era un santo de tipo mūsawī (mosaico):
«Si bien nuestro šayj al-ʿUryanī era ʿisawī al final de su vida, yo fui ʿisawī al principio de mi vida en esta Vía. Luego fui conducido a la iluminación solar de tipo mūsawī. Después me vi conducido a Hūd, y después a todos los profetas. Finalmente fui conducido a Muḥammad. Ese fue el orden para mí en este sendero establecido por Dios para mí y del cual no me aparté en absoluto. A través de esta formación según lo que Dios ha dispuesto para mí en este sendero, Dios me ha favorecido con la Faz de lo Real en todo. Para mí, en mi visión, no hay nada existente en el mundo, sino que testifico en él la realidad esencial de Dios, glorificándole aquí de ese modo. Así pues, nosotros no descartamos [o maldecimos] nada en absoluto de lo que se encuentra en el mundo de la existencia».21
Existe una anécdota, cuya veracidad está fuera de toda duda, ya que la recoge el mismo Šayj al-Akbar en un pasaje de las Futūḥāt al-makkiyya, que evidencia lo excéntrica que puede resultar a veces, a ojos profanos, la disciplina espiritual y que ilustra la conexión indestructible que todas las cosas, incluso las en apariencia más repugnantes, mantienen con algún tipo de realidad divina. En la época en que ocurre el suceso Ibn ʿArabī debe tener poco más de 20 años. Según relata, cierto día se encuentra en medio del zoco sosteniendo impertérrito un pescado podrido y apestoso. Este hecho despierta el asombro de sus compañeros, quienes alaban ante su maestro la gran mortificación y humillación a que se somete. Sin embargo, al ser interpelado por el motivo de tan extraña conducta, Ibn ʿArabī les espeta que están equivocados y que su verdadera intención es la siguiente:
«Simplemente he constatado que Dios, a pesar de Su grandeza, no ha desdeñado crear una cosa semejante. ¿Cómo iba yo a desdeñar llevarla en mis manos? No existe una sola substancia, en el universo superior e inferior, que no esté ligada a una realidad divina, y desde el punto de vista del Todopoderoso, no hay preeminencia entre ellas».22
Esto es lo que, en el marco del budismo, por ejemplo, se denomina mantener una «visión pura» de la realidad, es decir, no contaminada por ningún tipo de juicio mental ni prejuicio cultural.
Son muchos los nombres de maestros, conocidos y desconocidos, que el maestro recoge en sendos textos, titulados El espíritu de la santidad y La perla preciosa,23 que dan cumplida cuenta del fecundo ambiente espiritual que imperaba en Al Ándalus en una disyuntiva histórica en la que afrontaba su imparable declive. En conjunto, entre ambos libros, consigna las noticias referentes a 71 sufíes, la mayor parte de ellos individuos anónimos a los que, con independencia de su profunda comprensión espiritual, nada distingue del resto de la población con la que se mimetizan completamente, desempeñando oficios muy humildes, como sastres, zapateros, recolectores de yerbas, comerciantes; o de mayor prestigio, como juristas, maestros o guías religiosos. Pero la idea fundamental es que todos los santos citados en ambos escritos engrosan la categoría de las gentes de la reprobación (malāmiyya), los puros servidores de Dios, quienes, además de disimular su auténtica altura espiritual, se caracterizan por recorrer la vía de la servidumbre incondicional sin poseer nada y sin que nada de este mundo los posea a ellos.
Fernando Mora Zahonero, autor de Ibn ʿArabī: vida y enseñanzas de gran místico andalusí y El perfume de la existencia: sufismo y no-dualidad en Ibn ʿArabī de Murcia