Tierra de Nadie
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Un estudio magistral de Fernando Mora sobre las vías que conducen a la Unión con la Fuente de la Real.
TIERRA DE NADIE:
BASE, MÉTODO Y RESULTADO DE LOS CAMINOS CONTEMPLATIVOS
Hace algún tiempo, un amigo señalaba de manera bastante rotunda que los genuinos místicos en la historia de la humanidad no podían sumar más de una docena. A mí me parece que, sólo en la Península Ibérica, la cifra es mucho mayor. Hay que tener en cuenta que la práctica totalidad de los contemplativos fueron –y son– personas desconocidas que no suelen escribir libros autobiográficos ni engrosar las páginas más llamativas de la historia de la espiritualidad. De hecho, aunque en realidad el número no importe demasiado, deben de haberse contado por cientos. Sólo en nuestro país han existido tres tradiciones místicas de hondo calado: hebrea, islámica y cristiana. ¿Y qué decir del resto del mundo? La India, por ejemplo, ¿cuántos sabios y yoguis ha dado la India? ¿Y China, el Tíbet o Japón? ¿Y el sur de Asia? ¿Cuántos individuos han experimentado aquello que de un modo bastante general podemos denominar el estado de unión con la fuente de la realidad? A todos ellos, tanto a los conocidos como a los anónimos, van dedicadas estas páginas.
A lo largo de los años, el interés por un tema en particular lleva a acumular una cantidad ingente de notas a las que querríamos terminar dando cierta coherencia. Son muchos años recopilando información sobre meditación, yoga, mística y estados unitivos de conciencia y, a lo largo de ese tiempo, estas páginas han sufrido numerosos avatares y asumido distintos formatos. Pido excusas anticipadas por la información innecesaria que puedan contener.
Aunque el reino del espíritu, y de aquello que queda fuera del ámbito del pensamiento racional —bien por exceso o por defecto—, parece el territorio propio de las religiones, sin embargo, no es patrimonio exclusivo de la fe y la creencia. Existen tecnologías espirituales de corte yóguico, meditativo o contemplativo que se guían por procedimientos empíricos en el sentido más exquisito del término, haciendo posible que los llamados dogmas de fe se conviertan en experiencias directas de primera mano. En ese sentido, este puñado de anotaciones, más o menos dispersas, versan sobre el aspecto más práctico de la religiosidad, esto es, sobre su potencial como instrumento de conocimiento y transformación tanto de la realidad como de nosotros mismos. En cualquier caso, las declaraciones aquí vertidas no deben tomarse como verdades categóricas, sino verse sometidas a constante revisión. Como acabo de apuntar, únicamente son un puñado de anotaciones, un conjunto de preguntas, una serie de interrogantes a los que ni mucho menos pretendo dar respuesta definitiva.
Asistimos hoy en día a una situación enteramente novedosa en el ámbito de la transmisión de las tradiciones espirituales, ya que cualquier persona interesada disfruta de la posibilidad de acceder al conocimiento de la práctica totalidad de las tradiciones meditativas y contemplativas de la humanidad y, si así lo desea, intentar poner en práctica multitud de tecnologías interiores sumamente heterogéneas. Esta circunstancia en la transmisión de la sabiduría sagrada es, como acabo de apuntar, completamente inédita, ya que, en el pasado, cada individuo recibía tan sólo la información pertinente a un único camino y se ocupaba, de principio a fin, exclusivamente del mismo. Tal parece que nos hallamos a las puertas de una encrucijada cultural que nos obligará a afrontar, con independencia de nuestra formación religiosa, entorno cultural o predilecciones personales, la urgente tarea de intentar estructurar los mensajes —en ocasiones aparentemente contrapuestos— que nos transmiten las distintas tradiciones contemplativas. Quién sabe si, a la larga, ello nos obligará a emprender una paulatina reformulación de la espiritualidad, muy cercana al mensaje de la frase pronunciada, al parecer, por el Swāmī Vivekānanda: «El estado ideal de unidad de todas las religiones llegará cuando cada ser humano tenga su propia religión y, libre de toda forma sectaria o tradicional, siga la libre autoadaptación de su naturaleza en sus relaciones con lo Supremo».
Pero ello exigirá, qué duda cabe, un conocimiento cabal del mayor número posible de enfoques y mapas espirituales. Ese vasto caudal de sistemas y tecnologías contemplativas ha sido recogido en distintas cartografías que reflejan los descubrimientos de exploradores de la conciencia pertenecientes a épocas, culturas y tradiciones muy dispares. Sin embargo, ocurre también que esos mapas suelen ser bastante poco explícitos y constituyen, por lo general, meros resúmenes, escuetos mensajes, escritos la mayor parte de las veces en un lenguaje casi telegráfico, que debemos tener sumo cuidado de leer correctamente. No obstante, el objetivo de todas esas guías más o menos concisas a la trascendencia no es tanto imponer como sugerir el camino que discurre a través los distintos paisajes de la geografía espiritual porque, como dijo el poeta, «se hace camino al andar»; y tal como recordaba Jiddu Krishnamurti, «la verdad es una tierra sin senderos»; o bien, como expresa el Kulārṇava-tantra, un prestigioso texto tántrico hindú del siglo ix: «Para el kula [el sabio] no existe un camino preestablecido sino que el camino se halla donde él pisa».
Existen diferentes tecnologías espirituales capaces no sólo de propiciar profundas transformaciones psicofísicas, sino también —y mucho más importante— de abrirnos a un conocimiento más completo y cabal de la realidad y de nosotros mismos. El principal objetivo de esos métodos es, como hemos sugerido, el logro del estado de «unión mística» (henosis en griego, así denominado, por lo general, también en el ámbito del cristianismo), de no-dualidad (en el budismo y el taoísmo) o de samādhi (como en el yoga hindú), ʿfanā-ʿbaqā (aniquilación-subsistencia, en el sufismo), sin olvidar que algunos representantes de las grandes tradiciones contemplativas del planeta también se refieren a dicho estado en términos de reconocimiento o develamiento de nuestra verdadera identidad.
Estas páginas constituyen, en buena medida, un cotejo de mapas, una revisión de sinopsis y, en suma, una puesta en perspectiva de distintos caminos contemplativos; y con ello, no pretendo tanto explicar, aunque ello resulte inevitable a veces, como presentar o ubicar. La presente aproximación es, ante todo, una tentativa de ordenamiento —la cual no implica valoración alguna de los sistemas abordados— de las descripciones, experiencias, etapas, métodos y resultados que nos brindan algunas tradiciones espirituales de la humanidad, una tarea parecida a acoplar las múltiples piezas de un gigantesco rompecabezas.
Toda tradición espiritual potencia en mayor medida un tipo de descripciones de la realidad —o, como apunta el estudioso de la espiritualidad hispana Ángel C. Cilvetti: «Cada mística cuenta con su propia teología»i—, así como una metodología específica para alcanzarla, o bien se centra en el desarrollo de experiencias específicas en detrimento de otras. Por esa razón, cada tradición tiene algo que aportar a las demás, completando ciertos elementos omitidos o insuficientemente elaborados en el resto. Pero, si bien cada mística cuenta con su propia teología, también resulta factible invertir el orden de los factores y señalar que toda teología se basa en una experiencia contemplativa inicial. No cabe concebir la religión y la teología consiguiente sin que primeramente haya tenido lugar una revelación o una experiencia unitiva profunda. La experiencia siempre precede a la ciencia, y la mística a la teología.
No resulta descabellado considerar que el estudio carente de prejuicios ideológicos de los distintos sistemas contemplativos ayude, a las personas implicadas en algún tipo de búsqueda en el seno de una tradición espiritual concreta, a equilibrar ciertos aspectos soslayados en su sistema de elección. La investigación imparcial de las distintas tradiciones espirituales no hace sino tornar más integral nuestra aproximación, tanto personal como colectiva, a los intangibles rumbos del viento del espíritu. Para llevar a cabo esta exploración, nos ocuparemos de sistemas espirituales en apariencia tan dispares como la mística cristiana, el sufismo, el aṣṭāṅga-yoga, las modalidades tántricas del hinduismo y el budismo, los métodos de la alquimia interior taoísta o la pura contemplación de las tradiciones tibetanas del mahāmudrā y el dzogchen. Con ese empeño, cotejaremos algunas de las cosmovisiones y concepciones del ser humano que preconizan, la naturaleza de los métodos y técnicas psicofísicas y contemplativas que proponen y los frutos que prometen a quienes logran acopiar la fuerza interna y las circunstancias apropiadas para recorrer de principio a fin el sendero contemplativo. Abordaremos tanto el aspecto de los medios hábiles (upāya) como el de la sabiduría (prajñā), procurando que ninguno de ellos predomine sobre el otro.
Si las personas que llevan a cabo algún tipo de práctica espiritual aspiran a que esta tenga en cuenta todas las facetas del ser —cuerpo, palabra, mente y espíritu—, es imprescindible averiguar el lugar que ocupa cada método en su sistema de elección, sabiendo aplicarlo en su adecuada circunstancia y contexto. Y es que cada etapa en la aplicación de una técnica meditativa específica se inserta, al igual que una llave en una cerradura, en un estrato concreto de nuestra constitución psicofísica y espiritual. Eso nos obliga a esclarecer, por un lado, la naturaleza de los métodos —las llaves— y las experiencias a que dan lugar —las cerraduras— y, por el otro, a comprender los principios psicológicos y las distintas concepciones del mundo y del ser humano en las que se sustentan estas tecnologías espirituales.
La exploración in situ del territorio, la experiencia directa, la faceta interior de los mapas de la realidad propuestos por los senderos contemplativos tan sólo resulta accesible a los exploradores que acopian la determinación suficiente para emprender esa aventura prodigiosa hacia el pleno conocimiento de la realidad, tal vez la más apasionante que le es dado afrontar al ser humano. Este tipo de investigación obliga a que el investigador adquiera cierta experiencia inmediata sobre el asunto, ya que, en caso contrario, dado que las únicas fuentes de que dispone para extraer sus conclusiones son textos, testimonios y algunas biografías ejemplares de santos, yoguis y místicos, se verá forzado a basar cualquier posible conclusión en opiniones, rumores y disquisiciones de segunda mano. Esta primacía de la experiencia directa requiere, por así decirlo, de un nuevo enfoque de la investigación que, en este caso, deberá incluir también al instrumento mismo con el que se lleva a cabo la investigación, esto es, la conciencia del investigador.
No es menos cierto, sin embargo, que el investigador será incapaz de poner en práctica todas las disciplinas y métodos que son objeto de su estudio, aunque bastará con que posea una profunda experiencia directa de un solo camino y, al mismo tiempo, con que sea capaz de mantener abierta su mente al conocimiento de otras visiones, tradiciones y mapas contemplativos, sabiendo discernir en todos ellos lo accesorio de lo fundamental, la letra del espíritu. Porque, si bien no es posible recorrer en su totalidad cada uno de los senderos contemplativos, parece sensato escoger aquellos que resultan más integrales, o que se ocupan de todos los estratos del ser, es decir, no sólo del espíritu, sino también del corazón, la mente y el cuerpo.
No debemos obviar que, a pesar de su naturaleza prescriptiva, la búsqueda espiritual no se reduce a la puesta en práctica de un método o de una serie de técnicas, como si se tratara sencillamente de aprender a conducir o de cocinar un plato exquisito. Para guisar una buena comida, no sólo hay que conocer perfectamente la receta, sino que, en la aplicación de esta, también habrá que prestar atención a numerosos detalles y circunstancias que no están directamente relacionados con la receta en sí, como el tipo de olla que utilicemos, el fuego, la calidad de los ingredientes y, por supuesto, el grado de atención y la pericia del cocinero. Por sí sola, la puesta en práctica de una técnica aislada no procura una visión panorámica de los distintos sistemas contemplativos, como tampoco una comprensión profunda de los mismos. La experiencia, desgajada del concurso esclarecedor de un sólido examen teórico que la arrope, y que se base lo menos posible en prejuicios de uno u otro tipo, casi siempre termina convirtiéndose en fanatismo y fe ciega, mientras que la falta de práctica, por el contrario, nos aboca a un intelectualismo estéril que bloquea el desarrollo natural de la experiencia espiritual.
A la postre, no existen las doctrinas y los caminos contemplativos como entidades substanciales perfectamente delimitadas, sino que lo que hay son seres humanos con su inmensa variedad de circunstancias y temperamentos. Un proverbio tibetano dice así: «No son las enseñanzas las que han de ser dzogchen, sino la persona». Y lo mismo reza para cualquier otra instrucción o tradición espiritual. Tal vez todas las tradiciones contemplativas sean, en esencia, idénticas, pero los estilos espirituales, los métodos que proponen para alcanzar la realización y los enfoques que mantienen acerca del mundo y del ser humano son sumamente variados. Quizá haya personas sencillas que no necesitan del tipo de complejidades que contienen estas páginas, pero no es recomendable eludir lo complejo si deseamos estudiar seriamente la espiritualidad o queremos profundizar en su práctica y comprensión. Otra cosa es que tan sólo se busque en la oración, el yoga o la meditación un poco de tranquilidad o cierta dosis de consuelo existencial. Tampoco debemos olvidar que simplificación no siempre es sinónimo de claridad, máxime cuando una perspectiva simplista de las diferentes dimensiones del ser humano suele propiciar una visión «chata», fragmentaria y reduccionista de la realidad.
En una conferencia, celebrada hace algunos años, en torno a la gran filósofa María Zambrano, escuché a uno de los ponentes declarar que la experiencia mística es una especie de «flush» [descarga], acompañando sus palabras con un vago ademán que evocaba un calambre. Otros autores circunscriben el hecho espiritual a un mero sentimiento oceánico de paz, de comunión con el entorno, etcétera. Pero la experiencia mística o unitiva es mucho más que un «flush» y bastante más que un sentimiento de amor filantrópico o de otra índole. Yoguis de Oriente y Occidente, místicos de múltiples latitudes y pelajes dan cumplido testimonio en sus escritos de la existencia de estados de conciencia, y de posibles vías para alcanzarlos, que van desde sentimientos de dicha absoluta, pasando por la mayor o menor suspensión de los estímulos sensoriales, la perdida de toda autoconciencia, hasta el cese incluso de la respiración perceptible. Y no se trata de hazañas o extravagancias físicas y psicológicas, sino de experiencias que brindan un tipo de percepción sumamente especial de la realidad y que se hallan codificadas en los escritos de los contemplativos.
Para Freud, por ejemplo, la meditación no era sino una regresión a un estado infantil de conciencia oceánica o de identificación con la madre, siendo la religión la consecuencia del complejo de culpa generado en la humanidad por el asesinato primigenio del padre en la horda primordial. Por su parte, la definición junguiana de la meditación como una inmersión de la conciencia en el inconsciente colectivo o como un afloramiento de este, tampoco arroja demasiada luz sobre la cuestión, ya que tiende a restringir la meditación al ámbito de los arquetipos, que son, en definitiva, el único lenguaje a través del cual nos habla el inconsciente colectivo. Sin embargo, los nuevos abordajes tanto de la psicología transpersonal como de otras corrientes psicológicas sí que otorgan un papel fundamental a las técnicas meditativas, en especial a lo que hoy día se conoce como mindfulness.
Tal vez resulte pretencioso un texto como este, pero la supuesta pretenciosidad resulta menos evidente si tenemos en cuenta que estas palabras han reposado durante años en el fondo de varios cajones y discos duros, saliendo a la luz de vez en cuando para ver remozada algunas frases, añadir determinadas citas o, mejor aún, podar palabras y párrafos superfluos y aclarar planteamientos tortuosos. No pretendo decir con esto que haya sabido evitar por completo tales inconvenientes, sino tan sólo que quiero descargar de mí toda sombra de presunción, por más que la magnitud del tema abordado conlleve inevitablemente algo de ese cariz. En mi opinión, la tentativa de escribir acerca de este particular es casi una cuestión de responsabilidad hacia mí mismo, ya que de manera más o menos intensa he dedicado buena parte de mi existencia a este tipo de búsqueda.
Mi trabajo como traductor y autor me ha brindado la oportunidad de leer y escribir muchas páginas acerca de personajes tan importantes en este ámbito como Padmasambhava o Ibn ʿArabī, así como de verter al castellano una pléyade de libros vinculados a cuestiones relacionadas con la espiritualidad y la meditación (sobre todo en su vertiente budista). Durante todo ese tiempo, he ido tomando notas y formulándome preguntas que, en su mayoría, como ya he sugerido, nono me he visto en condiciones de resolver en primera instancia. Por tanto, esta es también la historia de mis devaneos espirituales, la consecuencia de años de lecturas desordenadas y de práctica meditativa desenfocada. Así pues, más que respuestas, este libro sólo pretende reunir el máximo número de preguntas, proporcionando al lector elementos suficientes para que, si lo necesita, extraiga sus propias conclusiones y aporte sus respuestas personales.
Soy consciente de que el término «religión» levanta en algunas personas bien intencionadas sospechas más o menos fundadas, pero no me estoy refiriendo a lo largo del texto tanto a la religión institucionalizada —que, muchas veces en la historia, ha perseguido a místicos y contemplativos— como al auténtico sentido etimológico del término, que es el de reunión de lo que permanece separado y el de cultivar los medios adecuados para alcanzar dicho estado unitivo. En la actualidad, hay personas que prefieren sustituir la palabra religión por la de espiritualidad. Pero este último término me parece una denominación un tanto vaga, un paraguas en el que caben actitudes y contenidos sumamente heterogéneos, aparte de que establece de modo implícito un dualismo nada recomendable entre materia y espíritu. En cualquier caso, no es cuestión de cómo llamamos a las cosas, sino de cómo nos relacionamos con ellas.
En mi opinión, quienes tratan de huir de la religión o evitan nombrarla, lo hacen en realidad de la religión ritualizada y socializada, que, fomentando casi siempre el miedo y la ignorancia, tanto sufrimiento ha causado a la humanidad a lo largo de la historia. Sin embargo, el ser humano es, con independencia de lo que hagamos con las palabras o de lo que estas hagan con nosotros, un ser con profundas necesidades religiosas o, si se prefiere, espirituales. Me parece mucho más pertinente la distinción entre las esferas de la creencia y de la experiencia profunda. El que uno se autodenomine espiritual no implica que no sea religioso. El que uno se llame religioso no comporta que tenga experiencia directa alguna de las realidades propugnadas por la religión. Personas tan profundamente religiosas como san Juan de la Cruz, Miguel de Molinos, al-Hallaŷ, Sohravardī y muchos otros fueron perseguidos por la religión establecida. En este sentido, muchas veces me decanto como alternativa tanto a la palabra religión como a la de espiritualidad por el término religiosidad, el cual denota, a mi entender, un impulso insoslayable del ser humano hacia la trascendencia y no, como decimos, la adherencia a un dogma o ritual prestablecido.
Entrando ahora a perfilar más en concreto los contenidos del libro, pasamos revista, en el primer capítulo —titulado «Religión, mística y experiencia»—, a las diversas acepciones etimológicas de los términos «mística» y «religión», señalando que, si bien suelen asignarse dichos conceptos a las religiones teístas, y más en concreto al cristianismo, dado que la mística exige la intervención de la gracia divina, nos servimos de la palabra de una manera amplia, teniendo en cuenta la más que posible familiaridad con ella de los lectores. También recurrimos a la expresión, más técnica, de «estado unitivo de conciencia» para designar el núcleo de la experiencia contemplativa. El interés principal que nos mueve en este capítulo no es sino la depuración de los elementos espurios de la experiencia para tratar de determinar qué sea eso de la experiencia unitiva o mística. Para ello, revisaremos los diversos sentidos que distintas tradiciones espirituales han atribuido a dicha experiencia, sin olvidar la relación del hecho místico con la creatividad artística, así como con la experiencia psicodélica. También repasamos someramente las distintas definiciones y características que diversos e insignes autores —como Aldous Huxley, Ken Wilber, Gopi Krishna, Evelyn Underhill, Arthur Osborne, Willian James o Huston Smith— han atribuido a la experiencia unitiva. Todos ellos subrayan que la experiencia contemplativa más profunda evidencia unos rasgos comunes, como son su inefabilidad, naturaleza paradójica a la hora de transmitir el contenido de la experiencia, expansión de la conciencia (llegando a experimentar la unión con Dios o la conciencia cósmica, dependiendo del contexto) y, en suma, el descubrimiento y disfrute de lo que se conoce como «unidad de la existencia».
Asimismo, abordamos la posibilidad de que existan diferentes tipos de experiencias unitivas, como el encuentro más o menos mediatizado con la divinidad, propio del misticismo teísta o del bhakti-yoga, o el hallazgo desnudo del Infinito, más allá de cualquier representación simbólica o relación con la idea de una divinidad personal, tal como es preconizado por el budismo y una parte del vedānta. Uno de los principales prejuicios que debemos desechar a la hora de abordar las tradiciones contemplativas es que la meditación tiene que ver exclusivamente con la interiorización de la conciencia, puesto que disciplinas basadas en la pura contemplación, como las propuestas por las escuelas budistas del zen, el mahāmudrā o el dzogchen, recomiendan mantener los ojos y el resto de los sentidos completamente abiertos, relajados y alerta durante la meditación sin primar lo interior en detrimento de lo exterior, ni tampoco perseguir deliberadamente la supresión de los objetos sensoriales ni de los pensamientos, algo que contradice la idea habitual que tenemos, al menos en Occidente, de los caminos contemplativos.
El sendero contemplativo y la aplicación de los métodos espirituales nada tiene que ver con la fe ciega, sino más bien con la puesta en cuestión de todos los principios sobre los que se asienta el mundo y nuestro muy querido yo. La experiencia unitiva guarda más relación con la constatación lúcida de verdades específicas en el laboratorio de la propia conciencia que con sostener con confianza ofuscada un puñado de dogmas transmitidos por las iglesias de aquí y de allá. La duda mística supera a todas las modalidades de duda —socrática, sistemática y metódica— propugnadas por algunos filósofos. Como colofón de esta postura de extrema duda debemos traer a colación las palabras del Buddha de que no hay que creer nada porque así nos lo hayan transmitido nuestros mayores, porque lo hayan mantenido largas generaciones o porque esté escrito en los grandes libros religiosos. El emblema de dicha duda mística es el net neti upanishádico y también el kōan de la tradición rinzai del budismo japonés, sin olvidar que a la postre, como señala el gran Ibn ʿArabī deberemos dudar hasta de la misma duda.
Una de las características más peculiares de la experiencia contemplativa es su inefabilidad, en consonancia con la palabra griega de la que deriva el término mística, mous, que significa silencio. La realidad tal como es siempre será secreta para el sujeto que aspira a convertirla en un objeto de conocimiento. Dios, el Tao, la esencia búdica, son, a la postre, un mysterium tremendum et fascinans que no puede ser manipulado ni reducido a un mero objeto de conciencia, y ni siquiera de culto, sino que constituye la unión de conocedor, conocido y conocimiento, de amor, amante y amado. Es tan indecible que no podemos asignarle de manera absoluta siquiera la etiqueta de inefabilidad.
El segundo capítulo, titulado «Las cajas chinas», es uno de los capítulos centrales del volumen en cuanto que en él se exponen los principios que delimitan nuestra exposición y análisis de los senderos espirituales abordados. Ya Alan Watts en su libro El arte de ser Dios insiste en lo importancia de que los distintos sistemas espirituales arrojen luz unos sobre otros, sin concluir apresuradamente si conducen o no a los mismos resultados. Cristianos, budistas, musulmanes, hinduistas, ateos incluso, todos deberían estudiar los diversos sistemas filosóficos, religiosos y contemplativos para alcanzar una comprensión más sólida de su propio sistema de creencias y, en su caso, del sistema de meditación elegido por ellos. Para estudiar las distintas religiones, Watts se sirve de lo que él denomina «sistema de las cajas chinas», un sistema que pretendemos emplear nosotros para abordar las diversas corrientes meditativas.
Una idea fundamental, implícita a este enfoque —que Watts también denomina de «contextualización»— es que, si bien un método espiritual concreto contiene a otro en una suerte de estructura concéntrica, ello no implica ningún tipo de valoración en cuanto a su superioridad o inferioridad respectivas. En ese sentido, resulta posible «leer» la mística cristiana desde el punto de vista de los Yoga-sūtras de Patañjali o abordar el tantra budista desde la perspectiva de la alquimia taoísta o del tantra hinduista y viceversa.
Una herramienta fundamental para el estudio de las tradiciones contemplativas es la derivada del budismo tibetano que subdivide todos los senderos espirituales desde el triple punto de vista que denomina base, sendero y fruto. Cualquier sistema espiritual, con independencia de su origen histórico y geográfico, se halla constituido por una base o punto de partida, consistente en una concepción concreta acerca de la naturaleza de la realidad; por un sendero, conformado tanto por un método de meditación formal como por unos principios de acción y conducta; y, por último, por un fruto o resultado, definido como la plena actualización de los elementos anteriores en cada una de las facetas que conforman la existencia del individuo. Otro de los elementos a tener en cuenta para clasificar las tradiciones espirituales es el derivado de la tradición tibetana, que subdivide todos los caminos desde el punto de vista del método utilizado para la práctica espiritual: renuncia, transformación y liberación espontánea, correspondientes a lo que este sistema denomina, respectivamente, sūtra, tantra y dzogchen.
El tercer capítulo, cuyo encabezamiento es «El sendero de la acción y los senderos de contemplación», se hace eco de la propuesta del capítulo precedente —esto es, leer una determinada tradición espiritual a la luz de otra muy distinta— y, en él, nos servimos —como terminamos de apuntar— de los conceptos de renuncia, transformación y liberación natural con el fin de organizar el contenido de los distintos sistemas espirituales. Esta triple subdivisión se deriva de las enseñanzas dzogchen, en donde se aplica para clasificar los métodos meditativos de las escuelas budistas, pero, en mi modesta opinión, tiene un uso más generalizado. Este procedimiento también constituye un ejemplo práctico de lo que significa, como apuntábamos en el capítulo anterior, leer una tradición espiritual a la luz de otra. Largos años de convivencia con el budismo tibetano, y las lecturas correspondientes, han dejado su huella indeleble en quien escribe estas palabras.

En principio, entre los sistemas encuadrados en el principio de la renuncia, cabe destacar la mística cristiana, el sufismo, la Cábala, el budismo theravāda, el zen, el vedānta, el sāṅkhya y el aṣṭāṅga-yoga de Patañjali, mientras que los sistemas que siguen el método de transformación, podemos contar el tantra hindú, el budismo vajrāyāna, la alquimia occidental, el kuṇḍalinī-yoga, el taoísmo alquímico, así como, en cierta medida, el yoga integral de Aurobindo y el yoga universal del sabio tamil Ramalinga Swāmīgal, por cuanto todos ellos aspiran, con las correspondientes variaciones doctrinales, a la transmutación del cuerpo burdo en un cuerpo de luz o el cuerpo de la deidad. Por último, el principio de liberación espontánea se aplica a las enseñanzas del zen, el mahāmudrā y el dzogchen. Es este último un camino de espontaneidad y descentramiento de la conciencia, siendo plenamente no dual y abrupto. La práctica —si es que, en este caso, es aplicable dicho término— tiene que ver con reconocer directamente la naturaleza última de la experiencia en toda clase de circunstancias. En esta tercera modalidad, la de autoliberación, también pasamos revista a uno de los logros espirituales más llamativos y sorprendentes de la historia de la espiritualidad, que es el llamado cuerpo de arcoíris, proporcionando varios ejemplos, procedentes de la tradición tibetana y de diversos e importantes maestros, como Namkhai Norbu, Chögyam Trungpa o Tenzin Namdak Rinpoché.
«Atención, concentración, samādhi» es el encabezamiento del cuarto capítulo, donde pasamos revista a los aforismos de los Yoga-sūtras de Patañjali, que pasa por ser una de las fuentes más autorizadas sobre los estados unitivos de conciencia, analizando la cuestión de la inmovilidad corporal y el control respiratorio como paso ineludible para la consecución del estado paradigmático de samādhi y sus distintas variedades y grados de profundidad. Analizamos asimismo la pertinencia de los términos éxtasis y énstasis. Este último término subraya la noción de que el samādhi poco tiene que ver con lo que definimos como «estar fuera de sí» y mucho con la noción opuesta, que es entrar dentro de uno mismo. La noción de extrema interiorización es uno de los factores distintivos de las disciplinas de la renuncia, de la que el yoga sería su expresión paradigmática.
El capítulo 5 aborda la distinción entre la meditación propia del yoga y la meditación budista. La concentración (dharāna), característica del yoga, conlleva la selección de un objeto en el que fijar la mente, haciendo caso omiso del resto de estímulos sensoriales externos e internos. Sin embargo, cuando mantenemos la mente centrada en un objeto concreto, nos olvidamos del resto. El budismo trata de enmendar esa situación mediante el cultivo de una conciencia panorámica que incluya tanto al objeto de meditación como al sujeto que medita y al resto de objetos de conciencia que se manifiesten de manera espontánea en la conciencia, añadiendo a la meditación los factores indispensables de alerta y de atención libre flotante. Subrayamos, por otro lado, algunas de las características de la meditación budista, como son la inmediatez, no centrarse en lo interior en detrimento de lo exterior, no albergar ningún deseo de volverse superior e identificarse por completo con el aquí y ahora. En contra de lo que generalmente se supone, esta modalidad contemplativa no aspira a conseguir una condición de relajación o de paz interior, aunque no se desestima a priori, como tampoco rechaza ni fomenta ningún estado mental en especial, sino que trata de cultivar la alerta, la atención y la vigilancia en una actitud de plena disposición y apertura a lo que simplemente es.
En el capítulo 6, titulado «Base, sendero y fruto de la mística cristiana», abordamos, sirviéndonos del modelo proporcionado por la filosofía budista, las características principales del método místico cristiano, exponiendo en primer lugar la visión del mundo en la que se sustenta dicho método, incidiendo de entrada en Plotino, para quien el alma no sólo es intangible, una e invisible, sino que denota un movimiento introspectivo que hará que esta se vea reemplazada por la conciencia, un giro ahondado por Agustín de Hipona, quien proclama que Dios está en el alma y, por tanto, no requieren investigaciones distintas. Los místicos y sabios cristianos adaptaron la trinidad de Dios a la trinidad del alma, la cual tiene que ver con sus tres facultades principales tradicionales, es decir, memoria, entendimiento y voluntad, correspondientes a las tres personas de la trinidad teológica —Padre, Hijo y Espíritu Santo— y definidas, respectivamente, como Ser, Verdad y Amor. Las tres principales facultades del alma propuestas por la teología cristiana constituyen el reflejo microcósmico de la trinidad divina, y su correcta ubicación en el esquema general de la mística resulta esencial para identificar en qué momento acaecen las diferentes experiencias que jalonan el sendero contemplativo. El entendimiento ha de purificarse mediante la fe, como un ciego y oscuro salto en el vacío de la razón a través del cual se revela un Dios sin modo, pero, con tal fuerza, que apenas hay distinción —nos explica san Juan de la Cruz— entre ver a Dios o creer en él. A reglón seguido, la purgación de la memoria se efectúa a través de la simple esperanza que se atiene a la sola presencia actual de Dios. Por último, la purgación de la voluntad se lleva a cabo mediante la conversión de la voluntad a la caridad infundida por Dios en el alma cuando esta ordena, según el entendimiento, sus apetitos hacia Dios, objeto último de toda adoración.
Tras revisar someramente el método (que no es otro que la oración vocal, mental o espiritual, dependiendo del grado de abstracción y realización del místico) pasamos revista a las etapas de la mística, sirviéndonos para ello de la extensa obra de san Juan de la Cruz y, en especial, de los amplios y profundos trabajos de santa Teresa de Jesús. El primero se sirve de la metáfora de la noche para explicar las distintas fases del sendero espiritual: crepúsculo, noche cerrada y antelucano, es decir, la parte de la noche que precede al alba. Según el célebre místico y poeta, el camino espiritual es noche al principio porque, para comenzar a recorrerlo, el ser humano ha de oscurecer y retirar sus sentidos del dominio sensorial de la multiplicidad. Es noche en el medio porque transcurre a través de la oscuridad de la fe en que queda sumergido el entendimiento. Y es noche al final porque su término es Dios, que «es noche oscura para el alma en esta vida».
Por último, el fruto de la mística cristiana se cifra, según Dionisio Areopagita, en la deificación, la cual ocurre en la proximidad divina, si bien nunca acaece la completa unión entre Dios y el alma limitada. Es esa proximidad, esa distancia de cortesía, la que posibilita que se produzca la visión directa de Dios, una visión que por sí misma es santificadora y convierte en santos a quienes disfrutan de ella. «Contempladlo y quedaréis radiantes», declaran los Salmos (33:6). Pero la visión de Dios nunca es plena y, según los sabios sufíes, jamás se parece a sí misma, porque Dios es incomparable incluso consigo mismo. No es completa porque, en la proximidad divina, en la que sólo cabe caer rendido, siendo imposible osar alzar la cabeza y con ella la mirada para verle. El espíritu del contemplativo se abate en completa postración. Pero Dios es unión de contrarios y, por tanto, se oculta y muestra al unísono. Y nunca se parece a sí mismo, porque la unicidad divina impide que se repitan sus manifestaciones teofánicas. Por eso, la visión que cada místico obtiene de Dios siempre es radicalmente nueva y única.
Revisamos seguidamente, en el capítulo 7, un conocido gráfico del que se sirvió san Juan de la Cruz para su labor pedagógica, titulado «Monte de perfección», y que tiene como fundamento cuatro estrofas, tan concisas como profundas, que nos dibujan una somera, pero sugerente descripción del camino que conduce desde el «algo» —la parte, el fragmento, el yo desgajado de su Fuente— hasta la totalidad o Dios. Lo realmente paradójico es que el camino que conduce al todo no pasa por el incremento o la adición de nuevos fragmentos, sino que discurre a través de la nada, es decir, de la aniquilación de la parte. La disolución de la realidad fragmentada del yo es el primer paso en el rumbo inequívoco que conduce a la totalidad. La estructuración de este cuadro y sus correspondientes poemas evoca de nuevo la presentación general de las enseñanzas budistas, según la cuádruple estructura de base, camino —compuesto este por meditación y acción— y resultado. Así pues, la primera estrofa, titulada «Modo de tener al todo», constituye una exposición del conjunto del camino observado, por así decirlo, a vista de pájaro. Nuestro gran místico recomienda encarecida y paradójicamente el no-querer y el no-saber en tanto que vías para alcanzar la satisfacción de todos nuestros deseos y el culmen de todo conocimiento. La segunda canción, titulada «Modo para venir al todo», nos adentra de pleno en el terreno de la contemplación, que consiste en la progresiva familiarización con la insólita perspectiva de no-saber, no-gustar, no-poseer y, en definitiva, de no-ser. Dado que el todo es, esencialmente, desconocido e incognoscible, el camino para llegar a él también es un no-camino, pues discurre por donde no se sabe y por donde no se es. La tercera estrofa, «Modo para no impedir al todo», alude a una etapa más avanzada del trabajo meditativo, esto es, la esfera de la contemplación infusa, más allá del esfuerzo personal. No reparar en nada también sugiere el ejercicio de no posar la conciencia en ningún objeto particular, sino en la fuente misma de la conciencia, con completo abandono de lo externo y lo interno, de cuerpo y mente. La cuarta canción, por último —titulada «Indicio de que se tiene todo»— alude a la consumación del proceso contemplativo. En este estadio, nada impulsa al alma hacia las glorias celestiales, ni hacia los bienes del mundo, sino que reposa en su propio centro, el centro cuya circunferencia está en ninguna parte.
En el capítulo 8, «Iluminación gradual y abrupta», planteamos la candente cuestión de si la iluminación ocurre de manera instantánea o bien es un proceso gradual que sucede poco a poco. Según la definición clásica ofrecida por el budismo, el sendero abrupto —o directo— es aquel en el cual se ejercita en primer lugar la sabiduría o visión profunda en la naturaleza esencialmente vacía, transitoria y dolorosa de todos los fenómenos. Esta percepción directa de la naturaleza de la realidad es estabilizada posteriormente mediante los métodos clásicos para cultivar la unidireccionalidad mental. Por otro lado, el budismo entiende por camino gradual justamente lo contrario, es decir, ejercitarse primero en el desarrollo de la tranquilidad mental para, una vez pacificada y puesta a punto la herramienta de la conciencia, cultivar la visión penetrante que permite percibir el carácter vacío, inestable e insatisfactorio de la realidad. Uno de los pilares fundamentales en que se asienta la noción de iluminación abrupta es la no-obtención, una de las «tres puertas de la liberación» que caracterizan a todos los fenómenos, siendo las otras dos la vacuidad y la ausencia de signos. El corolario inevitable es que, a la postre, debemos renunciar a la misma idea de alcanzar la iluminación como si esta fuese algo separado de nuestra experiencia actual. Desde la perspectiva de la vacuidad de existencia intrínseca, la iluminación está tan vacía de entidad como el resto de fenómenos. Señala a este respecto el gran sabio Ramaṇa Maharṣi que el estado de conciencia absoluto nos acompaña todo el tiempo porque, de lo contrario, sería un estado condicionado, provisional y transitorio. La iluminación no consiste, pues, en la adquisición de un nuevo estado espiritual que no se halle de algún modo ya con nosotros, sino que es el resultado de un proceso de desposesión, desidentificación y desprendimiento de todos nuestros hábitos, que acaba desvelando la apertura y la libertad intrínsecas de la realidad. En la tradición sufí encontramos indicaciones similares cuando se nos señala, por ejemplo, que la extrema proximidad de Dios —recordemos que, como sugiere el Corán, Él está más cercano a nosotros que nuestra vena yugular— es el principal velo que nos impide la visión de lo Real. Escribe a este respecto Ibn ʿAbbād de Ronda, místico sufí de la escuela šāḏilī: «Si Dios se te oculta, es tan sólo cabalmente con el velo del estrecho acercamiento».
A pesar de lo que pueda parecer a primera vista, la perspectiva de la iluminación súbita no es exclusiva de los sistemas meditativos orientales —como budismo y vedānta, por ejemplo—, sino que también encontramos nociones similares en el cristianismo y el sufismo. Por ejemplo, el texto clásico de la mística cristiana, La nube del no-saber, sostiene que la actividad contemplativa no insume tiempo, por más que algunas personas piensen lo contrario, siendo «tan breve como un átomo». Y, unos párrafos más adelante, asevera que «en un breve momento se puede ganar o perder el cielo», lo cual entronca con el dicho budista de que un sólo pensamiento nos aboca al saṁsāra y nos separa de la iluminación. Si en la denominada teología afirmativa existen grados y etapas, la teología negativa no admite grados, ya que todo lo que no es Dios, según postula, se halla a la misma distancia de Él.
¿Conducen los caminos espirituales a un mismo objetivo, o, por el contrario, cada metodología espiritual propicia un tipo de resultado específico? ¿Las cartografías espirituales se refieren a un mismo territorio, o bien cada mapa representa una geografía diferente y se ocupa de dominios existenciales completamente desconectados entre sí? Este es el tema abordado en el capítulo 9, que lleva por encabezamiento «Unidad y diversidad de los senderos contemplativos». Por mencionar la conocida alegoría de los ciegos y el elefante, ¿están palpando los ciegos el mismo elefante? Y, suponiendo que así fuese, y que los ciegos compartiesen sus respectivas aprehensiones parciales del elefante, ¿lograrían forjarse gracias a ello una imagen global más adecuada de lo que acarician en la oscuridad? ¿Conducen los distintos senderos espirituales —con independencia de que sean cristianos, sufíes, hindúes, budistas, etcétera— a una misma meta o, por el contrario, no cabe hablar de similitudes en este sentido?
La formulación que suele adoptar el postulado de la unidad esencial de todas las religiones es que los distintos métodos espirituales propician un mismo resultado. Esta postura, también conocida como perennialismo, resulta típica en algunas versiones del sufismo y el vedānta, o al menos en la versión popularizada de este importada a Occidente por Swāmī Vivekānanda y otros modernos exponentes de esta doctrina ancestral. Entre los representantes occidentales de esta perspectiva cabe citar a Aldous Huxley o Huston Smith, por ejemplo. Obviamente, la uniformidad de la experiencia mística, más allá de sus condicionantes temporales, espaciales y culturales, evidenciaría su validez epistemológica universal. Sin embargo, se trata de una aseveración que, a primera vista, parece demasiado vaga y general, ya que, si bien los buscadores espirituales de todas las épocas y geografías comparten, sin duda, ciertas experiencias y determinados modos de expresarlas, también cuentan con perspectivas y visiones de la realidad, formación, entrenamiento y contexto cultural e intelectual perfectamente diferenciados.
También es posible abordar la unidad de los caminos espirituales desde una perspectiva que denominamos «funcional» y adoptar la paradójica formulación de que «un mismo método conduce a resultados diferentes», los cuales varían, precisamente, según sea la visión del mundo o la filosofía subyacente. En este caso, la visión implícita del mundo que sustenta cada contemplativo resulta decisiva a la hora de dar forma a la experiencia. Según dicho punto de vista, los métodos meditativos del budismo, el hinduismo o el taoísmo, pongamos por caso, son idénticos en el sentido de que todos ellos recurren al recogimiento mental, la concentración, la contemplación, etcétera, para modificar el foco atencional y provocar estados unitivos de conciencia. No obstante, las realizaciones cosechadas por cada uno de dichos sistemas variarán, dependiendo del énfasis que ponen en uno u otro aspecto de la visión del mundo desde la cual parten, y también de los resultados que aspiran a lograr: inmortalidad para el taoísmo, omnisciencia en el budismo o unión con Dios en las religiones teístas.
Desde un punto de vista global, cada una de las posiciones del perennialismo, el relativismo, etcétera, representa una verdad parcial sobre la cuestión de si todos los caminos espirituales conducen o no a la misma meta, pues cada visión, cada método y cada resultado forma parte de una estructura jerárquica mucho mayor. Esta es la postura conocida con el nombre de «práctica integral», propuesta por Ken Wilber y seguidores, en la que la visión jerárquica de los senderos y técnicas que dan acceso a algún tipo de experiencia unitiva no pretende fusionar ni separar a toda costa los métodos y visiones de los distintos caminos, sino que intenta articular cada visión, camino, experiencia y realización concreta en una estructura coherente donde se vean definidas de acuerdo a la función que desempeñan y al lugar que ocupan en el esquema general de las prácticas espirituales y de los niveles del ser sobre los que estas inciden.
Los conceptos de participación, unión, no-dualidad, explicados en el capítulo 10, resumen algunas de las propuestas que hacen los contemplativos procedentes de diferentes tradiciones para tratar de comunicar cuál es el estado de la realización última. Hay que tener en cuenta que la definición de estado unitivo que nos ofrecen los contemplativos se halla mediatizada por el particular contexto ideológico en que les ha tocado vivir. La realización ha sido comparada a la gota que se funde con el océano, pero también tenemos la imagen del océano vertido en la gota, de la universalidad que se particulariza. La tradición dzogchen señala que la individualidad no se pierde con la iluminación, sino que alcanza su máxima perfección.
Asimismo, es perfectamente posible abordar la cuestión del estado unitivo desde el punto de vista del reconocimiento de nuestra verdadera identidad.
Según los seguidores del vedānta lo que se persigue es la constatación de la auténtica naturaleza del yo, de la identidad entre ātman y Brahman, del espíritu limitado y el espíritu infinito. Este es el tema precisamente que abordamos en el capítulo 11, titulado «Conócete a ti mismo», porque este y no otro es el tema central de todos los senderos contemplativos de Oriente y Occidente. En el contexto epistemológico del vedānta, tropezamos con las conocidas declaraciones de «Tú eres Eso», «Yo soy Él», «Yo soy Brahman», etcétera, o bien las afirmaciones practicadas en la tradición budista tántrica de «Yo soy el Buddha» y «Yo soy la unión de gozo y vacuidad». La declaración efectuada por el budismo clásico de que el yo carece de existencia autónoma es otro modo de apuntar a nuestra auténtica naturaleza.
En el capítulo 12, «El corazón de la sabiduría: la sabiduría del corazón», analizamos el célebre Sutra del corazón de la sabiduría y nos preguntamos qué es esa sabiduría —relacionada con los términos «sabor» y «saber»— a la que aluden todas las tradiciones espirituales del planeta. La sabiduría es contemplación y acción y también máxima dulzura. Por su parte, como nos recuerda también el gran sabio andalusí Ibn ʿArabī, hay cosas que se pueden saber, pero son inefables —casi siempre las más importantes—: el amor, el ser, Dios y, añadirían los maestros tibetanos de meditación, la verdadera naturaleza de la mente. Se trata de un conocimiento gustativo que sólo es posible corroborar de primera mano, pero que difícilmente es posible explicar a los demás. Asimismo, el corazón de la sabiduría no se refiere tanto a las enseñanzas comunes de los místicos de todas las épocas, como a aquello que se ha dado en definir como el conocimiento que, una vez adquirido, permite conocerlo todo. Más que la adquisición de nuevas credenciales, más que el acopio de datos, la búsqueda de la sabiduría nos obliga a deshacernos de todos los puntos de referencia para ver lo que somos de manera directa.
Tanto en Oriente como en Occidente, ha habido quienes han proclamado que el fundamento para el cultivo de la sabiduría radica en nuestro ser desnudo más íntimo, el núcleo irreductible de nuestra existencia, el rostro sin forma que teníamos antes de ser concebidos por nuestros padres. Según el budismo, este saber fundamental —que esta tradición cifra en el conocimiento de la vacuidad de existencia independiente tanto del yo como del resto de fenómenos— es el único capaz de liberarnos del sufrimiento. Padmasambhava, maestro de las enseñanzas sobre la naturaleza de la mente e introductor del budismo tántrico en el Tíbet, declara: «No hay que investigar la raíz de las cosas, sino la raíz de la mente. Cuando conocemos la raíz de la mente, el conocimiento de esa sola cosa nos permitirá liberarlas a todas. Si no conocemos la raíz de la mente, podremos conocer muchas cosas, pero no entenderemos nada».
En la segunda parte de este mismo capítulo, «La sabiduría del corazón», abordamos la personificación de la sabiduría como una joven ardiente por la que merece la pena arriesgarlo todo en pos de su amor y a la que han aspirado sabios y profetas. Buena muestra de ello son los libros sapienciales de la Biblia, falsamente atribuidos a Salomón, pero que no por ello dejan de ser una muestra altamente poética de las enardecidas palabras que suscitan. La tradición budista tántrica también representa a la sabiduría como una joven ardiente y sensual, la ḍākinī o danzarina del espacio. Para Salomón, la sabiduría es un espíritu radiante e imperecedero, una inteligencia amante del ser humano, que le otorga, sin menospreciar para nada el entendimiento de las cosas particulares, una percepción certera tanto de lo oculto como de lo manifiesto. En otro orden de cosas, no son pocas las veces en el Nuevo Testamento en que la sabiduría más excelsa se disfraza de ignorancia. La realidad que se cierne más allá de los convencionalismos sociales e intelectuales siempre es chocante. Pablo de Tarso escribe a este respecto que Dios escoge lo necio, débil, despreciable y más bajo de este mundo para «confundir» a quienes se tienen por sabios y poderosos y «para reducir a la nada lo que es».
La sabiduría que no desemboca en amor no es sino conocimiento estéril, y el amor que no va acompañado de comprensión de la verdadera naturaleza de las cosas es idolatría disfrazada. El amor de que hablamos carece de contrario; es un amor absoluto que no se opone siquiera al odio y capaz de acogerlo todo sin quedarse con nada, siendo, principalmente, desapego, libertad y apertura. Si no fuese por amor, el cosmos no hubiese sido creado; de no ser por amor, el Buddha no hubiese expuesto el camino que lleva al final del sufrimiento. De no ser por amor, los bodhisattvas no retornarían una y otra vez a este océano de dolor para tratar de aliviar la angustia de los seres extraviados.
Por último, pero no menos importante, el anexo titulado «Tú», el capítulo final del libro, recoge la experiencia de un amigo budista, que desea ante todo preservar su anonimato, quien me facilitó el relato de una experiencia-cumbre que contiene varios elementos de reflexión y meditación y que es una muestra palpable de que los designios del Espíritu exceden el marco de nuestros supuestos culturales e ideológicos y nos arrastran a territorios ignotos, arrastrados por la fuerza de un viento que sopla cuándo, dónde y cómo quiere.
Espero que el lector disfrute de estas páginas y que las palabras en ellas contenidas sirvan de acicate para seguir profundizando en lo que para mí es uno de los temas más relevantes del ser humano: la espiritualidad de todas las épocas y lugares.
Fernando Mora