Reflexiones desde la montaña

Abdul Karim Mullor

Reflexiones desde la montaña

Nos encontramos en una época en la que parece que podemos tocar el otro extremo del mundo con las manos, y en la que curiosamente poco sabemos sobre nosotros mismos y nuestra naturaleza. Una época en la que se habla mucho del Ser humano y de sus derechos sin conocer en absoluto su naturaleza, finalidad y aquello que le convierte en humano diferenciándole del resto del Universo.

Paralelamente, y desde el punto de vista específico del Islâm, curiosamente nos llenamos de palabras de personajes que viven en la otra punta del mundo sin conocer nada de sus vidas y de su moral; y, por ende, no sabemos distinguir entre lo que hace de nosotros un simple musulmán, un mu’min (verdadero creyente, y un salih o un wali. Sabemos poco de lo que vale la pena saber y demasiado de aspectos varios sin importancia vital alguna.

Y así se va viviendo, en un mundo en el que el exceso de información produce indolencia y pereza al no tener claro cuáles son los aspectos de nuestra existencia a tener en cuenta para tener una vida plena, tanto como seres humanos como musulmanes. Conocemos todo menos a nosotros mismos. Y si no nos conocemos a nosotros mismos, al igual, no podremos conocer a nuestros semejantes. He aquí porque, si hoy hubiera vivido, Demóstenes se hubiera buscado otro barril.

Aquí, desde la montaña, es muy fácil ver el mundo, me diréis. Y yo os digo que a esta montaña no llegan los ruidos de la ciudad, del vaivén, del correr por nada, de las habladurías y las palabras caídas en desuso. Y si hoy, desde una montaña os escribo, asimismo lo hago sin el ruido interior que producen unas voces y otras confundidas, hablando todas al mismo tiempo, sin decir gran cosa en la mayoría de las ocasiones. Claro que, la montaña no me pertenece y aquí puede subir el que lo desee. Pero, ¿quién desea hoy vivir en una montaña con tantas y tantas atracciones como puede ofrecer la ciudad? ¿Quién desea hoy parar el mundo?

Claro que, como habréis comprendido, la montaña es simbólica aunque en ocasiones pueda ser literal. Hay una montaña interior, en la que subiendo se pierden los ruidos y las voces de la ciudad. Ahí se respira aire puro, y luego se desciende a la ciudad cuando es necesario, una vez hemos llenado los pulmones. Y así, una y otra vez.

Cuando el Hombre no tiene encima suya otra cosa que el cielo se encuentra con las realidades vitales que dan forma a esta vida. Es allí donde uno se encuentra con su propia naturaleza, con su esencia vital.

Son las montañas las que anclan la tierra para que no se mueva, son las montañas las atalayas desde cuya cima se pueden observar todas sus laderas de una sola vez. El que vive en ellas, cuando desciende, puede tener una vida plena, encontrándose dos veces presente en el mismo lugar. He aquí uno de los secretos de la existencia: la intensidad con la que se vive es proporcional al alcance de los que se observa. Desde la atalaya podemos ver cuáles son en realidad los aspectos fundamentales de la existencia, las necesidades, las enfermedades que nos habitan y que nos complican la obtención de un carácter noble, útil para todos.  Para haber subido a ellas hubo de dejar de lado la indolencia, la pereza, la ignorancia, el ruido de las calles, la codicia, el individualismo, la egolatría, la envidia, la tacañería y otros defectos que hacían de lastre, que pesaban más que nosotros mismos y se nutrían, cuales parásitos, de nuestras propias fuerzas.

Cuando de día el trasiego invade las ciudades, no vemos otra cosa que nuestras ocupaciones y cuidados. Cuando llega la noche, todo se calla, el movimiento de las formas se convierte en paz. Así es la vida, trasiego, para luego derivar en una noche que no tendrá fin; en la que las formas se acabarán para dejar paso a la nada, a la cesación, a lo que llamamos la muerte, pero que en realidad no es otra cosa que el traspaso de una existencia a otra.

Si tomamos cada noche en particular, sabiendo que en ella Allâh recoge nuestros espíritus para elevarlos al lugar en el que les es natural, veremos que ese momento de descanso es el que nos dio fuerzas para continuar. Es así en el mundo del Espíritu y el del Conocimiento; el lugar de encuentro es cuando cesa la actividad frenética, en la noche, en la montaña, en el lugar de retorno. Porque “De Allâh somos y a El retornaremos”; y esto lo hacemos una vez y otra durante nuestra existencia. Nos iremos, sí, pero al menos dejemos perfume al partir y no lo contrario. Leguemos algo de valor, y nuestra vida habrá tenido una utilidad para otros. Al igual que cuando fallece una persona deja su legado a la familia, dejemos un legado para los que vienen detrás. Y esto, debo confesar, que se hace mejor subiendo a la montaña para bajar con los pulmones henchidos de aire puro, con el pensamiento lavado de aquello que le azora, que le hace girar sobre sí mismo en un falso tawaf que le hace enfermar. Cobremos salud para repartir salud. Vivamos, para hacer vivir a otros; nada aprovecha un bien que no se reparte; nada aprovecha al avaro sus bienes; pues las dádivas son para quienes las necesitan, porque el Bien es de Allâh y no nos pertenece en propiedad a ninguno de nosotros.