Los hijos no son del Estado
Por Abdul Karim (José Luis) Mullor
He escrito esto de iniciativa propia, inspirado en cierta manera por las reivindicaciones del movimiento TeleEduca que apuesta por clases online en tiempos de pandemia.
Algunos sectores del ámbito educativo en España están abandonando el objetivo principal de la Educación que es impartir conocimientos, de los cuales algunos serán útiles en la vida de una manera u otra, así como otros enriquecerán a la persona como tal.
Parece ser, que para algunos, educar se ha convertido en formar una élite de excelencia relegando a aquellos que no puedan entrar en ella al olvido, dejándolos a su suerte, a la deriva.
Una persona pública, de cuyo nombre no quiero acordarme, dijo no hace mucho, que los hijos son del estado. Esta afirmación, propia de lo más granado del Estalinismo intelectual, quisiéramos que por el bien de la infancia fuera solo una declaración de intenciones, y no la expresión oral de un programa práctico a seguir. Esto último, si se estuviera intentando llevarlo a cabo, sería una catástrofe, un elemento más de un plan que aboga por la ruptura de la familia tradicional, de la que la gran mayoría formamos parte con plena convicción, y la que queremos conservar a capa y espada, nos cueste lo que nos cueste.
Vivimos en un país en el que los jóvenes estudiantes no ven la salida del túnel. La mayor parte de los nuevos licenciados se verán abocados, si es que encontraran trabajo, a pasar sus días penando, ejecutando tareas para las que no han sido entrenados, vista la falta de oportunidades laborales, la tasa de paro y la injusticia social de facto que existe en nuestro país. Seguramente los maletines que partieron a Suíza y a otros paraísos de los que nunca volverán, así como otras prácticas deleznables sacadas a la luz tengan mucho que ver en esta situación, aunque la mayor parte de los medios de información se esfuerce en hacernos ver que tenemos el privilegio de vivir en el mundo de libertad de expresión. Es verdad, podemos hablar, pero nada más. Contamos con el raro privilegio de que se nos pueda ir “la fuerza por la boca”.
Un sistema educativo que sigue las pautas inmisericordes del mundo laboral. Dos sistemas paralelos de presión que frustran a aquellos quienes, con toda su ilusión, quieren invertir en ellos sus cualidades personales y esfuerzos. Esos esfuerzos, denodados por parte de muchos, no encuentran el eco adecuado, terminando en una frustración total cuando muchos se aperciben lo tristes que serán sus vidas ante un panorama ensombrecido que no ofrece un atisbo de esperanza a nadie.
No es un secreto que las exigencias educativas se han multiplicado exponencialmente en las últimas décadas. Muchos centros educativos públicos han endurecido los programas de evaluación a fin de establecer los “recortes” necesarios para que no cualquiera acceda a la Universidad, en una maniobra nada limpia de ingeniería social. No siendo la misión de la Educación, ejercen, sobre todo en Bachillerato, de centros de criba anticipado de un acceso al mundo laboral que, no dependiendo en absoluto de la Educación, si fracasa en su objetivo de ofrecer un trabajo digno, lo hace a causa de una pésima gestión.
Aun a pesar de esto, de alguna manera, aquellos quienes debieran responsabilizarse de este fracaso, traspasan la presión a educadores y alumnos, convirtiendo los colegios en centros de sufrimiento y desesperación.
Alumnos brillantes que se cambian de centro a fin de obtener una nota suficiente para acceder a estudiar una determinada licenciatura; porque en los centros donde estudiaban se lleva a cabo una criba indiscriminada que nada ha de ver con los objetivos didácticos ni con unos métodos educativos que respeten la vulnerabilidad de adolescentes y jóvenes. En algunos casos extremos se ha llegado hasta el suicidio, vista la desesperación, que aunque injustificada, no deja de ser resultado directo de la presión que se ejerce sobre la capa más vulnerable de la sociedad de manera irónica en nombre de la “excelencia”.
Es así como el sistema trata a sus niños, adolescentes y jóvenes. ¿Cómo podría existir en ellos una vocación, una esperanza, una ilusión de un futuro digno, si ya de pequeños se les está diciendo por activa y por pasiva que el futuro, salvo que tengan una inusitada suerte, no va a ser nada halagüeño y sí pleno de dificultades?
Cierto que esto lo agrava la complacencia de algunos progenitores con sus hijos Algunos padres mal educan a sus hijos, les consienten todo tipo de caprichos; hay un problema familiar en algunos hogares provocado seguramente por la fiebre consumista y la vida materialista a la que se nos anima un día sí y otro también desde todas partes en nombre de esa sacrosanta sociedad de bienestar, donde el dichoso bienestar no se percibe en parte alguna.
Pero resulta irrisorio, y de muy mal gusto, escuchar que los hijos son del Estado cuando éste les trata como les trata. Al menos en la época estaliniana las gentes encontraban trabajo en las fábricas y demás centros; pero en la España de hoy, aquella que cómicamente alguien bautizó como “la sociedad del bienestar”, la situación es dantesca: paro, salarios precarios y niños aviejados antes de tiempo.
Quien tiene poder, por pequeño que sea, ejerce presión, de tal manera que parece ser que cuando uno busca lo que es un legítimo derecho civil pareciera que anda pidiendo limosna. Y el mayor problema en todo esto es que no exageramos; explicamos la realidad tal cual es; una realidad a la que nos estamos malacostumbrando. Y ahora no, no podemos quejarnos porque estamos en pandemia y hay que esperar que esta pase para que llegue la “esperanzadora” normalidad. Siempre hay y habrá un motivo para no poder rechistar.
Cuando finalice la pandemia ya alguien inventará algo nuevo para tenernos espectantes. Siempre habrá la post pandemia y la espera a esa recuperación económica y moral que nunca llega. Porque, todo hay que decirlo, hoy en día la moral va a la par del dinero; si no hay dinero no hay deberes morales, porque si no estamos en pandemia estaremos en crisis, y todo el mundo a callar que ya llegará la recuperación santa e impoluta que acabará con todos los problemas de hoy y de mañana. Y entonces, como en esos cuentos de niños, seremos felices y comeremos perdices y olvidaremos las privaciones del pasado en ese mundo ideal que nunca jamás existirá sino en aquel planeta maravilloso donde los sueños se hacen realidad; donde atan los perros con longaniza, cae el dinero de la chimenea, y niños y menos niños acuden precipitándose al colegio porque saben que es allí donde encontrarán la felicidad.
Así son nuestros días, y los de nuestros hijos, que paciencia no nos falta, pero tampoco sabiduría; el hambre agudiza el ingenio. El realismo se impone y nos hace entrever en un futuro próximo oscuros nubarrones cargados de imprevistos de toda índole que traerán, como si ya no los hubiera, nuevos y apasionantes problemas a nuestras vidas.